Dos tipos de magia
De Barcelona, España.
Los cien años del
Barcelona no pudieron celebrarse de otra manera. El 24 de abril de 1999 el Camp
Nou abrió sus puertas a 80 mil espectadores que serían testigos de dos de las
máximas escuelas del futbol. La fantasía de Brasil y la elegancia del cuadro
blaugrana presagiaban una época dorada para ambas escuadras. Siempre
controversial, la Corona Española hizo acto de presencia en Barcelona, con el
Rey Juan Carlos presidiendo el partido, además de ser distinguido con la
insignia de oro del club catalán. En los palcos, como el típico partido ceremonial,
que reúnen a toda clase de personalidades, se dieron cita el entonces
Generalitat de Catalunya, Jordi Pujol; el presidente del Comité Olímpico
Internacional (COI), Antonio Samaranch; el alcalde de la cuidad, Joan Clos; y
el presidente honorífico de la FIFA, Joao Havelange.
Por su puesto, la
afición poca atención podía prestar a los hombres vestidos de traje y corbata, cuando
en la cancha, el amarillo de los cariocas enmarcaba el brillo de sus estrellas.
Ocurre que, en Brasil, la letra erre es símbolo de magia, misma que Ronaldinho,
Romario y Rivaldo hicieron patente para deleite de las gradas. Sin importar las
veces que el aficionado blaugrana lo haya disfrutado, aquella tarde Dinho
recordó al Camp Nou lo amplio e irrepetible de su repertorio. Entre gestos y
movimientos que te obligan a no pestañear, Ronaldinho sirvió a Romario, quien
sin pedirle nada a su compatriota, deslumbró con su propio talento, poniendo el
uno a cero. Después del gol, el Barcelona pudo sentir celos de su afición, hipnotizada
por los lujos de la Canarinha, por lo que el llamado “Ejército desarmado de Catalunya”,
se lanzó al ataque.
Justo cuando parecía
inevitable contrarrestar el jogo bonito
de los brasileños, el hombre que hoy lidera a una de las generaciones más
lúcidas de España, Luis Enrique, se deshizo del cero para poner el empate. Sin
embargo, antes de finalizada la primera mitad, apareció el tercer mago de
aquella delantera de escándalo. Al ritmo de samba, Ronaldo y Dinho dejaron la
pista puesta para Romario que, aprovechando su posición centralizada, se sirvió
de unos cuantos gestos para embellecer la obra que resultó en el segundo gol de
Brasil. Al medio tiempo, como recordatorio diario de ser més que un club, el Barça recibió al equipo de balonmano, quien
dedicó su recién obtenido título a la institución que se ha empeñado, muchas
veces para bien del deporte, en destacar en todas las disciplinas.
Aquella tarde, Figo brindó un partido que calaría más en la eventual herida blaugrana. En lo que fue un duelo constante contra Roberto Carlos, el todavía ídolo culé, asistió a Cocu, quien se abrió camino en medio de los brasileños para poner el empate en uno de esos encuentros que hacen a las multitudes venerar al balón. Pitazo final para cerrar el último año del siglo XX, y dar comienzo a una década inolvidable para ambos equipos. En tres años, Brasil hechizaría al mundo con su futbol, desplegando una constelación de estrellas bajo el cielo asiático. Mientras, siete años después de la quinta Copa para los cariocas, el barcelonismo iluminaría Europa con una belleza elegante y sutil. Entonces nadie lo sabía pero, aquel día en Barcelona, sobre el campo, se sembró la semilla del buen futbol, con dos tipos de magia a punto de nacer.
Información recuperada de: El Mundo.
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